lunes, 4 de julio de 2016

(In)Segura

Llevaba una camiseta que había vivido tiempos mejores, de esas que relegamos al cajón de la ropa de dormir. Me había hecho un moño que sería la envidia del nido de cigüeña más perfecto. Y mejor no decir nada de mi ropa interior. No se me ocurrió pensar que sería él quien llamaba a mi puerta. Me empujó en cuanto abrí la puerta, atrapándome entre su cuerpo y la pared, deslizando la nariz por mi cuello y las manos por mis muslos desnudos. Jadeó en mi oído, besó cada centímetro de piel hasta llegar a mi boca para devorarla y yo sólo podía pensar en que llevaba las bragas más horrendas del mundo y no quería que las viera.
Sus manos siguieron subiendo bajo mi camiseta, amasando mis pechos por debajo de la tela ajada. Clavó los dientes en mi labio inferior. Gimió de gusto y yo me removí nerviosa cuando agarró el borde de mi camiseta y tiró de ella hacia arriba. Se apartó, mirándome, agaché la cabeza, observando mis pies descalzos, las uñas descascarilladas, fijándome en los blancas que tenía las piernas y en el repaso que necesitaba mi depilación.
Se agachó frente a mí, quería verme la cara. Se hirguió y yo levanté la cabeza para mirarle. Joder, qué guapo era, siempre tan perfecto. Me mordí el labio para que no temblara. La cabeza, a veces, funciona en su propia onda. De repente sólo podía pensar en las estrías que surcaban mi vientre y el granito inoportuno que había aparecido en mi cara; en que podía haber avisado para, al menos, haberme adecentado un poco.
Torció una sonrisa y se alejó de mí para acercarse a la cafetera. Sacó una taza más del armario sirvió dos cafés con leche largos y cargados. Se subió a la encimera y me llamó al hueco que quedaba entre sus piernas, abrazándome y hundiendo los labios en la maraña de pelo que coronaba mi cabeza antes de enredar sus dedos en el coletero y tirar de él, dejando mis rizos sueltos y desmadejados. Me acurruqué contra su pecho y él aprovechó para sobarme el trasero y dejar caer al suelo mi ropa interior. Subió las manos por mi espalda y, cuando quise darme cuenta, la tela raída pasaba entre nosotros y volaba hacia la otra punta de la cocina. Y allí, desnuda entre sus brazos, olvidé que aún tenía marcas de la almohada en las mejillas, que el tiempo había dibujado surcos alrededor de mi ombligo y que debía hacerme la pedicura. Porque allí, entre sus brazos, me sentía la mujer más segura del mundo.

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