lunes, 30 de noviembre de 2015

A veces tengo que pellizcarme.




Te observo dormido a mi lado, con esa expresión de niño bueno que tienes cuando sueñas. Escucho tu respiración pausada y resisto el impulso de apoyar la cabeza en tu pecho para oír los latidos de tu corazón. Ese sonido me calma y me ayuda a conciliar el sueño cuando mi cabeza truena empeñada en que no te merezco. O quizá seas tú quien no me merece por ser digno de algo mejor de lo que soy yo. Aprieto los ojos y siento que te revuelves. Tu mano se posa distraída en mi cintura y la paz de tu rostro me dice que sigues dormido, aunque la sonrisilla que has dibujado me despista un poco. 

No logro controlar el impulso que lleva a mi mano a desfilar por tu piel desnuda. Recorro tu hombro, ese en el que me apoyo y me escondo. Tu brazo, que me rodea con fuerza cuando me abrazas. Tu pecho, en el que duermo y me desvelo a partes iguales. Las yemas de mis dedos se aventuran por tu vientre firme, moldeado, el que me hace pellizcarme de vez en cuando para recordarme que no eres un sueño, que de verdad duermes a mi lado. Y se detienen, cobardes, como siempre, a unos milímetros de la línea de fuego marcada por el inicio de tu ropa interior.

Te revuelves y tus ojos se abren levemente. Parpadeas, adaptando la vista a la oscuridad. Veo tu sonrisa más amplia y te deleitas en el roce de mis dedos en esa zona peligrosa. Mil bombas estallas en mi cabeza, ya no razono, me vuelvo toda carne y latidos frenéticos. Mi cerebro pierde el control de mi cuerpo. Ya no hay vergüenzas ni inseguridades porque, al fondo de tus pupilas, puedo leer el deseo que me tienes. Porque tus manos son menos prudentes que las mías y mi ripa ya ha volado por el aire de la habitación. Porque me agarras de la cadera y nos haces rodar. Porque… ¡ah!

A veces tengo que pellizcarme para recordar que no es un sueño que tu piel choque con la mía. Aún cuando escucho tus jadeos estrellándose en mis oídos me parece irreal que seas tú el que está ahí, conmigo. Aún cuando estás tan cerca que ni el aire cabe entre nosotros. Aún cuando tu cuerpo baila con el mío con ese sonido sordo y rítmico. Aún cuando tus manos me aferran, me apresan, como garras. Aún cuando me abandono a ti de tal manera que soy sólo un juguete.

Ya no razono porque un cosquilleo me sube por la espina dorsal y siento mis piernas empezando a temblar, antesala de la sacudida del orgasmo que me provocas. Mi espalda se arquea y tus labios acarician el valle de mi garganta. Tu cadera danza con la mía en un sensual movimiento. Te abandonas, escondiendo el rostro en la curva de mi cuello, murmurando palabras ininteligibles. Me dices que, en ese momento, eres el ser más vulnerable del universo. Y yo tengo que pellizcarme para recordar que no es un sueño que ahora te adormezcas entre mis brazos…

viernes, 20 de noviembre de 2015

Besayúname...


Una mañana cualquiera, en una terraza cualquiera, en una calle cualquiera de una ciudad cualquiera. Dos manos se entrelazan sobre una mesa. Las miro unas milésimas de segundo y mis ojos viajan hasta los tuyos. Oscuros, profundos. Me pierdo en ellos, me sumerjo. Y tu sonrisa torcida me despista un instante. Sueltas mi mano, sujetas tu taza y das un trago largo. Veo como sube y baja tu nuez al tragar y hasta ese gesto involuntario hace que se me revuelvan las ganas de besarte. Observo tus labios, como los relames para saborear el café y acallo las voces que gritan en mi cabeza que soy yo quien debería saborearlos.

 Me concentro en mi taza y en los dibujos que la espuma forma al revolverla con la cucharilla antes de llevármela a los labios. Y me deleito en ese trago pensando que ese debe ser ahora el sabor de tus besos. Amargo, intenso. Retiro la espuma que se ha quedado pegada en mi labio superior con la lengua. No puedo pasar por alto como tus ojos recorren el mismo camino que ella. Tu rodilla empieza a temblar bajo la mesa. Adivino el bailoteo de tu pie, tu nervosismo y tus ganas, parejas a las mías. Tu boca me apetece como esa galletita que han colocado en el plato junto al azucarillo sin abrir. Me bebo mis ganas en otro trago y miro alrededor. En otra mesa, unas mujeres hablan en voz baja, se ríen y nos miran de reojo. Sigues mi mirada y escondes esa sonrisa tuya en la taza. Te imito y me da la risa. Y te da la risa. Y tus ojos brillan de esa forma que hace que me derrita por dentro, que me tiemblen hasta las pestañas y se me enciendan las mejillas. Y, entonces, te inclinas sobre la mesa y me susurras una palabra. Esa palabra. La que me robaste en su día y yo nunca pedí que me devolvieras. Me inclino sobre la mesa, a escasos centímetros de tu boca. No puedo dejar de mirar tus labios entreabiertos. Unos milímetros y sólo aliento entre nosotros. Las mujeres se han callado y ahora miran con descaro. Lo repites. Un murmullo inaudible. Rompes la distancia que nos separa. Bebo de tus labios amargos por el sabor del café, dulces por el sabor a ti. Mi sabor preferido del mundo. Nos separamos y miras con urgencia el reloj.

Nos quedan pocos minutos y media taza de café, pero preferimos seguir bebiendo de nuestras bocas. Ya habrá tiempo de pedir otro café, cargado y en vena, por favor.

Un café con Sara

Quedé con Vanessa en El Café de la Luz a las cinco. Llevaba semanas hablando con ella, preparando la cita para una de sus próximas visitas...