No lo sé, últimamente se me vuelan las horas del día sentada
junto a una taza de café que, casi siempre, acaba quedándose fría mientras
aporreo las teclas con cualquier estupidez que se me pase por la cabeza. Que si
amor, que si heridas, que si corazas, que si cicatrices. Y a mí lo único que me
apetece es sentarme en cualquier lugar que no sea este, junto a una taza de
café que se quede fría porque me importa un carajo el café, porque mis manos
vuelan sobre el teclado o dejan correr el bolígrafo por las hojas en blanco en
un arrebato de inspiración de estos que hacen que no puedas levantarte hasta
que el camarero se acerca y te dice que, por favor, vayas marchándote, que van
a cerrar. Pero sólo se me ocurren gilipolleces, minucias, y es que si te saco
de la ecuación, si dejo de pensar con el corazón, mis letras se resienten, se
vacían y quedan desinfladas. No tienen sentido alguno. Son borrones de
sentimientos que no pueden expresarse con palabras. Son miedos que tiemblan
igual que mi mano cuando quiero forzarme a escribir algo coherente. Son esa
canción que no termina de gustar. Esa tormenta que sólo deja el aire
enrarecido. Y es que yo aprendí a escribir con el bolígrafo en una mano y el
corazón en la otra, pero, claro, ahora al pobre le cuesta respirar y bastante
tiene con acordarse de cómo hacerlo. No quiero hacerle pensar, la última vez
casi se desangra y aún está cicatrizando. Se le saltan los puntos de sutura y
tiene unas cicatrices horribles. Creo que, desde la última vez, ha envejecido
cien años. Y, aún así, junto a esta taza de café que hace horas se quedó fría,
me ha dicho que tiene ganas de volver a sentir, de volver a emocionarse, de
correr hasta ahogarse, de revolucionar a las mariposas dormidas… Y yo, yo que
no sé negarle nada, le he dejado pensar, le he prestado un bolígrafo y ahí
está, desangrándose sobre una hoja en blanco mientras yo preparo otro café que
volverá a quedarse frío.
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