viernes, 11 de diciembre de 2015
Póker.
Aquí estoy, sentada en esta mesa de póker, sin saber jugar, con una mano horrible y él, guiando mis pasos, diciendome cuál debe ser la siguiente jugada, cuál es la carta que debo echar en el siguiente movimiento. Me empuja a su antojo, quiere jugar, disfrutar, divertirse sin importar las consecuencias. Paso a paso, sé que estoy perdiendo, que no voy a ganar esta partida como no gané las anteriores. Me he apostado el corazón y late agónico en el centro de la mesa. Pero quiere seguir jugando.
Me ha dicho que me apueste hasta el alma si es necesario, que acabe la partida. Y ahí está, mi alma desnuda haciéndole compañía en el centro de la mesa, junto al puñado de escusas y falsas promesas que has apostado, pero él no lo sabe y quiere seguir jugando.
Me apostado la inocencia y la autoestima, esa que tanto me cuesta ganar cada día. Las he arrastrado junto a todo lo que me queda hacia el centro de la mesa. Creo que necesito un whisky o algo más fuerte. Observo mis cartas, mi combinación perdedora, como siempre. Mi cerebro grita que una retirada a tiempo puede ser una victoria, pero yo enseño mis cartas y me resigno a perder, otra vez. Una más. Y, cuando recojo los resquicios de mis apuestas, pienso que demasiado poco he perdido siendo tan mala partida.
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