Anoche soñé contigo. Nos veíamos a lo lejos, sonreíamos
mientras nos acercábamos y nos fundíamos en un abrazo reparador, de esos que
curan todos los males. Charlábamos, caminábamos, tomábamos algo… Recuperábamos
el tiempo perdido. Te miraba a los ojos y seguía fascinándome tu mirada, luego
bajaba la vista, avergonzada, roja como un tomate, del color de las cerezas,
porque siempre me dio vergüenza que me pillaras maravillada… No podía dejar de
sonreír. Sentía esa paz que sólo sentía cuando estabas en mi vida y esas ganas
de que el tiempo no pasara para no tener que separarnos, no tener que dejar de
hablar…
Ha sonado el despertador. Notaba las mejillas tirantes de
sonreír en sueños, pero se ha borrado en cuanto he abierto los ojos. No estás.
Y lloro. Lloro cuando sueño contigo. Cuando admito que sólo era eso, un sueño,
que fuiste, eres y serás un imposible. Y no hay más. No hay tú y yo. Debí
suponerlo, ¿cómo íbamos a ser posibles? Tú tan… tú. Yo tan… nada. Pequeño e
insignificante desastre encerrado en una coraza agrietada, ajada y oxidada por
el salitre de las lágrimas. ¿Cómo íbamos a ser nada?
Es lo bonito de los sueños. Durante unas horas, todo es
posible. Hasta volar. Hasta tú y yo…
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