El día despuntaba con las calles mojadas por la lluvia. La
tormenta de la noche anterior había tenido una réplica brutalmente exacta en mi
interior. Mi cabeza tronaba entre pensamientos, recuerdos y una resaca
monumental que había fraguado poco a poco a base de chupitos de vodka y bebidas
con nombres divertidos y colores brillantes. La ciudad se despertaba
lentamente. Pronto el tráfico lo inundaría todo y las calles se llenarían de
gente. A esa hora, mis tacones resonaban en el asfalto con un eco lejano y el
soniquete de la loza de las vajillas asomándose a las ventanas. La ciudad
entera olía a café y tostadas. O quizá fuera yo. O mi estómago vacío de nada
que no llevara alcohol. Tenía que recordarme a mí misma cómo caminar, pensar
antes de poner un pie delante del otro. ¿Cómo había llegado a aquel estado en
que apenas sabía dónde estaba y, sin embargo, lo sabía perfectamente? Estaba
dando un rodeo, lo que fuera por no llegar a casa y meterme en aquella cama inmensa
y vacía en la que mi tormenta mental se transformaba en un huracán
incontrolable que se desbordaba inundándolo todo de lágrimas y sollozos que
ahogaba contra una almohada cansada de tragar tanto, de aguantar tanto, de
escuchar tanto…
He dejado los tacones en la entrada. Mi ropa ha ido cayendo
esparcida por el suelo de esa caja de zapatos que parece tan enorme desde que
te fuiste. Y me he hecho un ovillo entre las mantas y el nórdico esperando que
el último chupito, el que he bebido directamente de la botella antes de
acostarme, haga amainar la tormenta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por leer.