miércoles, 2 de diciembre de 2015

Tormentas




El día despuntaba con las calles mojadas por la lluvia. La tormenta de la noche anterior había tenido una réplica brutalmente exacta en mi interior. Mi cabeza tronaba entre pensamientos, recuerdos y una resaca monumental que había fraguado poco a poco a base de chupitos de vodka y bebidas con nombres divertidos y colores brillantes. La ciudad se despertaba lentamente. Pronto el tráfico lo inundaría todo y las calles se llenarían de gente. A esa hora, mis tacones resonaban en el asfalto con un eco lejano y el soniquete de la loza de las vajillas asomándose a las ventanas. La ciudad entera olía a café y tostadas. O quizá fuera yo. O mi estómago vacío de nada que no llevara alcohol. Tenía que recordarme a mí misma cómo caminar, pensar antes de poner un pie delante del otro. ¿Cómo había llegado a aquel estado en que apenas sabía dónde estaba y, sin embargo, lo sabía perfectamente? Estaba dando un rodeo, lo que fuera por no llegar a casa y meterme en aquella cama inmensa y vacía en la que mi tormenta mental se transformaba en un huracán incontrolable que se desbordaba inundándolo todo de lágrimas y sollozos que ahogaba contra una almohada cansada de tragar tanto, de aguantar tanto, de escuchar tanto…
He dejado los tacones en la entrada. Mi ropa ha ido cayendo esparcida por el suelo de esa caja de zapatos que parece tan enorme desde que te fuiste. Y me he hecho un ovillo entre las mantas y el nórdico esperando que el último chupito, el que he bebido directamente de la botella antes de acostarme, haga amainar la tormenta.

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